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Empire State
Autor: Diego Palacios Marxuach
La vida es dura. Dura y complicada. La mitad del tiempo te la pasas trabajando en una empresa de mala muerte, (siempre que tengas la suerte de trabajar), cobrando un sueldo miserable que a duras penas te sirve para cubrir el alquiler e ir tirando. Cero lujos en nuestro caso. Ni Emma ni yo podemos permitirnos ir al cine o salir a cenar fuera o irnos de vacaciones. Tan solo en ocasiones muy muy contadas "invertimos" en ilusión y jugamos cinco cupones de lotería. La última vez, decidimos no volver a jugar. Lo decidimos no por el sacrificio monetario, sino porque era mucha la ilusión depositada que acababa rota. El dinero tirado y largamente ahorrado esperando conseguir a cambio montañas de más dinero no dolía tanto como la frustración de los castillos en el aire venidos abajo en breves minutos. Por eso nos resignamos a no volver a jugar más. Era muy duro ver a Emma, mi vida, mi esposa, disimulando la decepción, conteniendo lágrimas de amargura para volver a nuestra gris y rutinaria vida.
Pero eso fue la última vez... La siguiente... ¡nos tocó! Cincuenta millones de dólares. Cincuenta millones de dólares y cincuenta millones menos de preocupaciones. Adiós a las privaciones, adiós al trabajo mal pagado, mal considerado y peor agradecido; adiós al alquiler, la luz, el gas... hola casa en zona residencial; adiós madrugones y ropa vieja y remendada, adiós a cenar las sobras de la comida; hola Lacoste, Armani, Dolce & Gabanna... y ¡hola, hola, hola, vida nueva!
Lo primero que Emma y yo hicimos, después obviamente de comprar la casa, un coche, la ropa, relojes y joyas, fue contratar un viaje a Nueva York. Ya, ya sé. Puede que no sea la gran escapada, pero era una de las mayores ilusiones de Emma y desde que vimos en la tele "Tú y yo", con Cary Grant y Deborah Kerr, la ilusión de subir algún día al Empire State se acrecentó tanto que se convirtió en obsesión, así que qué mejor momento que este.
Nunca habíamos visto tal bullicio de gente. Todo el mundo iba como loco a lo suyo, con prisas, buscando taxis, mirando el reloj, hablando por el móvil... Nada que ver con la tranquilidad de B..., en donde todo era más pequeño, más "familiar". Y nosotros ahí, en medio de todo el maremágnum de gente, parecíamos chinos con el dedo siempre a punto en el disparador de la cámara de fotos.
Por supuesto, visitamos el Empire State, subimos todo lo alto que nos dejaron, que no fue todo lo que queríamos, y gastamos carrete y medio haciendo fotos desde todos los ángulos, haciéndonoslas a nosotros y pidiendo a la gente que también nos hiciera. En esos momentos el mundo se nos hacía pequeño y además era nuestro.
Visitamos más lugares famosos, por supuesto (ya he dicho que parecíamos y actuábamos como los típicos turistas), pero a mí, lo que me impactó por encima de cualquier monumento, fue lo que nos sucedió de vuelta al hotel.
Era ya tarde, sobre las once menos cuarto de la noche, y nos habíamos perdido. En el mapa, al que habíamos estado haciendo caso todo el día, no aparecía nada de lo que estábamos viendo. Los edificios parecían antiguos, pero era sólo eso, apariencia. Se veía que eran modernos aunque de aspecto gótico. Dimos vueltas y más vueltas al mapa, pero no conseguíamos nada. Un coche de policía apareció de la nada, con las luces y las sirenas encendidas y desapareció de nuestra vista. Pude fijarme en las iniciales que portaba en el lateral: "GCPD". ¿GCPD? ¡Qué raro!, pensé. Debería llevar las siglas NYPD, Departamento de Policía de Nueva York. Recuerdo también que me invadió un ligero temor. No me gustaban esas calles y se lo dije a Emma.
- A mí tampoco. Si vemos un taxi lo cogemos y que nos lleve al hotel - me contestó.
Seguimos caminando mirando alternativamente al mapa, a la calle y buscando un taxi.
Pasamos delante de un callejón mal iluminado, pero lo que vi fue lo que me hizo agarrar del brazo a Emma para que ella también lo viera: había un hombre de espaldas, en cuclillas, con un abrigo bueno (muy bueno, se notaba) dejando algo en el suelo. Al levantarse pudimos atisbar dos rosas en el pavimento. El misterioso hombre se dio la vuelta y dirigió sus pasos hacia nosotros. Era alto, de constitución atlética, pero su semblante era triste y taciturno. Pareció no haberse dado cuenta de nuestra presencia, así que le abordé:
-Disculpe, señor. ¿Puede ayudarnos?
-¿Si?
-Verá, estamos buscando el Hotel Ambassador y no hay forma de encontrarlo en este mapa.
-¿El Ambassador?
-Sí.
-Ese hotel está en Nueva York.
-Sí, claro, por eso lo estamos buscando.
-Entonces deberían buscarlo en Nueva York.
-¿Pero qué dice? Ya estamos en Nueva York.
- No, señores, ustedes no están en Nueva York.
-¿Ah, no? ¿Y donde estamos entonces?
-En Gotham.
-¿Gotham? ¿Está usted loco? Gotham no existe, es una ciudad ficticia.
-Créanme que a menudo deseo que así fuera.
Y diciendo esto, se despidió de nosotros y le vimos subir a una limusina en la que le esperaba un hombre de edad ya algo avanzada.
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